Este es el texto que figura en la contraportada de cada uno de los volúmenes de Los Muertos Vivientes, un cómic de Robert Kirkman que me está dejando tan alucinado que he roto mi voto vacacional de no escribir para comentar algo en el blog (prometí no escribir ni un SMS, pero ya véis). ¡Vaya pedazo de cómic! Expresión que, cuando hablamos de zombis, viene como anillo al dedo. Mi colega Jesús me dejó los ocho volúmenes publicados hasta ahora por Planeta (ya era hora de que, para variar, fueras tú el que me dejara un cómic, pichita) y, tras leerme el quinto, me ha quedado claro que lo que Kirkman se trae entre manos es verdaderamente magistral.
En Internet llevan meses hablando de este cómic en plan "engancha, la trama es adictiva, diversión asegurada, bla, bla, bla...", pero creo que no se está valorando la verdadera dimensión de este trabajo. Ciertamente es de lectura compulsiva, pero El Código da Vinci también lo era y su calidad literaria era más bien pobre. Los Muertos Vivientes ('The Walking Dead' en el inglés original) va más allá del mero entretenimiento; Kirkman utiliza el lugar común de una epidemia zombi como trasfondo para crear un escenario de hostilidad extrema, y en este escenario desarrolla lo que realmente le interesa: el comportamiento de los seres humanos en una situación de supervivencia, en la que a menudo la subsistencia de unos depende de la muerte de otros.
El recurso de enfrentar a personas normales a situaciones excepcionales, en las que lo fantástico e inconcebible se convierten en lo cotidiano, es habitual de la ciencia ficción. Y esa es la buena ciencia ficción: la que funciona como alegoría de nuestra sociedad; la que teoriza sobre futuribles y crea debate sobre problemas que no existen, pero que pueden llegar a existir; la que habla de política y sociología sin parecerlo; o la que estudia y analiza lo que verdaderamente nos motiva como individuos y como colectivo. Quizás os suene el caso del vuelo 815 de Oceanic, cuyos pasajeros acabaron perdidos en una peculiar isla en medio del pacífico. En Lost el argumento de la serie, que parte de la misma premisa que los zombis de Kirkman, se centra en los misterios que encierra la isla, en ir desentrañando poco a poco lo que allí sucede. En Los Muertos Vivientes lo fantástico no es el eje principal de la historia, lo importante no son los zombis, sino las personas normales y lo que hacen cuando se les expone a una situación donde no saben si mañana estarán vivos.
Las dinámicas de grupo que se crean entre los supervivientes; la desconfianza; el despertar del brutal instinto de superviviencia adormecido en nuestra vida cotidinana; cómo en una situación así la verdadera amenza son las personas con las que convives; la manera en que se magnifican emociones que, en un entorno estable, sí podríamos controlar; la necesidad de improvisar una nueva escala de valores y nuevas normas (pues la ética y las reglas de la civilización pasan rápidamente a carecer de sentido), y la paulatina transformación del personaje protagonista, el policía Rick Grime, es lo que hacen a este cómic tan bueno. Esa manera de bucear en la psique de un colectivo, y de hacerlo de una manera tan realista y creíble, es lo que marca una enorme distancia entre la obra de Robert Kirkman y el resto de historias de terror con zombies que podáis haber visto.
Una lectura imprescindible si os gustan las historias que te hacen removerte en el asiento, pero no de miedo, sino de inquietud. De inquietud al plantearte cómo serían las cosas, cómo serían los que te rodean, más allá de nuestro cómodo día a día.